Los desastres naturales y los horrores de las guerras son las catástrofes a las que comúnmente tememos todos. Retratadas en el arte del cine y la literatura, o bien vividas en carne propia, son el recuerdo de nuestra vulnerabilidad y lo que debemos prevenir.
Curiosamente existen sucesos igual de aterradores que no han logrado instalarse del todo en el inconsciente colectivo, pero que merecen la misma atención de las sociedades. Uno de ellos es lo que los economistas llaman “hiperinflación”.
Una inflación tal cual es el alza generalizada y sostenida de los precios de los productos a través del tiempo, lo que explica por ejemplo, por qué un kilo de tortillas o el boleto del cine ahora se pagan con más dinero que hace años cuando éramos niños.
Lo grave es cuando esa inflación es justo “hiper” elevada, esto es, cuando el aumento de precios está fuera de control y despoja de valor real a las monedas, provocando miseria y experiencias verdaderamente traumáticas que tardan décadas en sanar.
Pocos los recuerdan, pero fue precisamente una hiperinflación la que derivó en el ascenso del nazismo en Alemania, el país derrotado en la Primera Guerra Mundial y que fue obligado a pagar a los vencedores con recursos que entonces no tenía.
Incapaces de saldar la deuda, los alemanes imprimieron billetes de sobra pero que no tenían atrás respaldo alguno –un respaldo en oro en esa época– que le diera verdadero valor al marco alemán. Quebrados y sin esperanza, el resentimiento se canalizó contra los banqueros –la mayoría judíos– esencialmente por las ideas de un tal Adolfo Hitler.
En México recordamos con dolor la tristemente célebre “década perdida”. Fue al inicio de los años ochenta cuando a un confiado y gastalón José López Portillo se le desplomaron los precios del petróleo, quedándose sin dinero para pagar las deudas del país.
Aunque nacionalizó la banca como un intento de paliar el desastre, aquel presidente no logró impedir que la inflación alcanzara casi el 100%, lo que duplicó el desempleo y oscureció el panorama de lo que comúnmente se veía en las calles: economía informal, los primeros ambulantes, mendicidad a la vista y delincuencia.
Semejante cruz la heredó su sucesor, Miguel de la Madrid, quien hasta el final de su sexenio logró controlar la espiral inflacionaria con un pacto entre gobierno, trabajadores y empresarios. Pero el daño estaba hecho y desde entonces nuestra economía no ha vuelto a conocer las perlas de crecimiento que en los años 50 y 60 llegó a presumir.
Por lo anterior, una hiperinflación es algo más terrible que una simple gráfica con una curva disparada. Tampoco son cosa del pasado y pueden tardar años en corregirse, marcando a generaciones enteras. Y como una imagen dice más que mil palabras, tal vez es así como podemos dimensionar sus daños y por supuesto, su drama…
Las paredes de una casa son decoradas con billetes, mientras que en las calles barren dinero que no vale nada. Niños juegan con fajos sin valor y hasta fabrican con ellos un papalote.
Devastada por la guerra y todavía con la obligación de indemnizar a los vencedores, Alemania echó a andar de más su máquina de fabricar billetes. Pero al haber tanto papel moneda compitiendo por el mismo número de productos, los precios se dispararon.
En su último Informe de Gobierno, José López Portillo llora y pide perdón a los pobres. “México no está acabado”, dijo. “¡No nos volverán a saquear!”.
- Para los interesados en ahondar en el tema, les recomiendo el estudio en inglés de las 56 hiperinflaciones del mundo realizada por los economistas Steve H. Hanke y Nicholas E. Krus. Agradezco la valiosa ayuda de Carlos Villasana por aportar imágenes de su colección La Ciudad de México en el Tiempo.
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